El evangelio de cada día con un breve comentario, en formato de audio, realizado por el Padre Rodrigo Aguilar, Diócesis de San Miguel, Buenos Aires, Argentina. www.algodelevangelio.org
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¿Hay algo más humano y necesario en un momento así, como lo es el llanto? ¿Qué madre con corazón no lloraría de dolor en un momento así? Me pregunto: ¿Jesús no tiene corazón y quiere sanar un corazón? Evidentemente no podemos pensar que no tenía corazón, pero hace bien preguntárselo con sinceridad: ¿Por qué Jesús dijo eso? ¿Por qué Jesús dijiste eso?, me sale preguntarte. Decinos por qué, enséñanos la profundidad de tus palabras. Parece una ironía. Estoy convencido de que el «no llores» de Jesús no es el «no llores» que a veces nosotros decimos en esos momentos de dolor, como queriendo consolar. ¿Cuántas veces abrazando a alguien le dijimos: «No llores»? Nosotros a veces no lloramos, simplemente por orgullo, por «parecer» fuertes, por «sostener» a otros, pensando que mostramos aparentemente fortaleza y, por eso, los demás serán fuertes. Lo hacemos para mostrar que no somos débiles, que no nos vean débiles. Y es por eso que incluso nos enseñaron eso y transmitimos eso a nuestros hijos como un valor, como si fuera bueno no llorar en sí mismo. Sin embargo, Jesús, tenemos que decir que no pensó así, incluso lloró y no se tapó la cara para que no lo vean por vergüenza, como hacemos nosotros. El «no llores» de Jesús creo y estoy convencido que es otro «no llores». Es el «no llores» de la esperanza. Es el «no llores» porque te voy a consolar. Es el «no llores» de los que confían en la Vida eterna. Es el «Felices los que lloran, porque serán consolados», la Bienaventuranza, ¿te acordas? Es el «no llores» de la fe. Es el «no llores» porque esto, en realidad, no es el final. No te preocupes. Me animaría a decir que es el «no llores» del permitite llorar, sabiendo que ese llanto no tendrá la última palabra en nuestra vida. Es el «no llores» de la confianza total, del saber que de lo peor siempre podrá salir algo nuevo. Solo el que sabe esto y piensa como Jesús puede llorar como lloró él, sabiendo que el llanto es solo un tránsito a algo distinto. Es la purificación de nuestros dolores. Lloremos, hoy lloremos. Sí, llorá si estás triste. Llorá si tenés un dolor que parece que no se puede sacar con nada. Llorá, lloremos como lloró Jesús. Lloremos, pero dejemos que Jesús se meta en esta «procesión» de muerte que hay en nuestra vida para que recobremos la alegría perdida ante tanto dolor. Lloremos como esa madre, pero levantando la cabeza, para dejar que Jesús nos devuelva al hijo muerto en nuestros brazos y poder empezar de nuevo.
Que tengamos un buen día y que la bendición de Dios, que es Padre misericordioso, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre nuestros corazones y permanezca para siempre.
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P. Rodrigo Aguilar
Comentario a Lucas 7, 11-17:
Tenemos que reconocerlo. Ponete una mano en el corazón. No es fácil perdonar. Es verdad que a ciertas personas las perdonamos con facilidad. Pero lo que hay que reconocer es que, cuando la ofensa proviene de una persona que amamos mucho, es mucho más grande el dolor y, por lo tanto, mucho más difícil el proceso de sanación y la decisión que necesitamos tomar para que el perdón sea real y profundo, de corazón, como nos decía Jesús en el Evangelio del domingo. Si no partimos de esta realidad, difícilmente la gracia de Dios pueda calar hondo en nuestra alma y concedernos aquello que muchas veces anhelamos, pero no podemos alcanzar por nuestras propias fuerzas. El perdón cuesta y, sin embargo, Jesús le dijo a Pedro: «Hay que perdonar hasta setenta veces siete», o sea, hay que perdonar siempre, porque tu Padre del Cielo perdona siempre. Este es uno de los núcleos centrales de nuestra fe que no podemos pasar por alto.
Si somos cristianos, si nos decimos seguidores de Jesús y buscamos cada día enamorarnos más de su amor –valga la redundancia–, si buscamos cada día conocerlo y meternos en su intimidad, en la intimidad de su corazón, en ese corazón que es tan grande y amoroso y que vino a este mundo a perdonarnos y no a condenarnos. Sí o sí tenemos que afirmar que, si no perdonamos de corazón, no podremos ver cara a cara a Dios. Él no nos perdonará. Pero no hay que asustarse. No hay que asustarse. El perdón es algo que debemos siempre pedirlo con todo el corazón y buscarlo con toda nuestra decisión, con toda nuestra voluntad. A veces tenemos que decirnos a nosotros mismos: «Puedo perdonar, puedo perdonar a esa persona que me hirió tanto. Puedo perdonar incluso a aquel que me hizo un mal que humanamente parece imperdonable. Puedo perdonar porque, en realidad, lo necesito para vivir en paz».
Me parece que hoy, con respecto a Algo del Evangelio, es imposible no asombrarse con semejante milagro. Escuchamos una de las páginas más maravillosas en donde el que no se asombra creo que no tiene corazón, especialmente las madres. ¿Cómo no asombrarse ante esta escena en la que Jesús «intercepta» simbólicamente –podríamos decir– una procesión de muerte, de dolor, de tristeza, de angustia, de desesperación, y la transforma en una procesión de vida, llena de alegría, de asombro y maravilla, por lo que hizo? Jesús se mete, en las «procesiones» de muerte que pasan por este mundo, que nos pasan por al lado o que nos están pasando por el corazón, y se mete para detenerlas, para tocarlas, para hacerlas revivir. ¿No te asombra esto? ¿No creemos que Jesús puede detener el «féretro» en el que llevamos el muerto que nos quitó la alegría que tanto nos llenaba de vida hasta hace un tiempo? Es una linda imagen, creo, esto de las procesiones de vida y muerte. Lo escuché y lo leí –no me acuerdo– pero en algún lado y me hizo mucho bien. Jesús y los que venían con él caminaban llenos de vida. Venían de la alegría de hacer sanaciones, curaciones, o de presenciarlas. La gente lo seguía y, de golpe, se enfrentan a la salida del pueblo con una procesión en donde había un muerto y una madre queriendo morir con él, pero de dolor; una procesión de muerte, como tantas alrededor nuestro. Pero nuestro salvador no la esquiva, no se hace el distraído, como a veces nosotros nos hacemos cuando llega el dolor y toca la puerta de nuestros corazones o cuando vemos el dolor por la calle, sino todo lo contrario. Se mete ahí para dar vida, para tocar, para consolar, para resucitar.
¿A vos qué te sorprende de la Palabra de hoy? Pregúntate esto para poder sacarle algún fruto por tu cuenta. A mí me sorprende que Jesús le diga con tanta frescura, y hasta incluso pareciera una ironía, a una mujer viuda que estaba llevando a enterrar a su único hijo: «No llores». Me asombra que Jesús pueda decir algo así en semejante situación.
Hoy vamos a ser un poco más felices si, aunque nos burlen en nuestra casa, en el trabajo, en la universidad, nos damos cuenta de que no hay nada más lindo que sufrir algo por amor de Dios, por ser discípulo de Jesús, uniendo nuestro sufrimiento al de él. Porque esa unión da una felicidad que solo puede explicar aquel que tiene fe, aquel que sabe sufrir a causa del Reino de los Cielos.
Y ¡ay de nosotros! si hoy vivimos como si no necesitáramos nada; llenos de todo, pero en realidad llenos de nada. ¡Ay de nosotros! si pensamos que comprar algunas cosas va a saciar nuestra hambre de felicidad. Y ¡ay de nosotros! los que creemos en Jesús y vivimos de la risa y no nos damos cuenta del llanto y del sufrimiento de los que más nos necesitan, de los que tenemos alrededor. Podemos reír, sí, está bien, pero no podemos olvidarnos de los que sufren y de los que lloran.
¡Ay de nosotros! los que creemos en Jesús, en un Dios crucificado y resucitado por amor y nos dejamos llevar por los elogios y aplausos de un mundo que busca el éxito a toda costa, el placer por encima de todo y la riqueza como medida de la grandeza.
Que hoy Jesús nos libre de todo esto, pero, fundamentalmente, nos abra las puertas a la felicidad, a su promesa de felicidad eterna, que empieza acá en la tierra, y que depende de nosotros, depende de vos y de mí. Que hoy podamos vivirla, en este día.
Que las palabras del corazón de Jesús, de estas bienaventuranzas, nos ayuden a vivir un día en paz y que podamos encontrar la felicidad que él nos promete.
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P. Rodrigo Aguilar
Comentario a Lucas 6, 20-26:
Corregir por amor y dejarse corregir nos sitúa en el lugar correcto, en el lugar que debemos estar, en el lugar que nuestro Padre del cielo quiere y desea para cada uno de nosotros. En la hermandad, en la gran hermandad de los hijos de Dios, que por ser hermanos y ser hijos de un mismo Padre, nos debemos considerar como iguales, como capaces de hacer muchas cosas buenas; pero también capaces de equivocarnos. Y por eso podemos rectificar siempre el camino si un hermano se acerca con humildad a corregirme. La gran condición de la corrección fraterna, tanto para ser recibida como para darla, es la humildad; el reconocimiento de nuestra pobreza, tanto a veces material como espiritual, de nuestra necesidad de recibir el amor, de no creernos autosuficientes. Solo el que es humilde puede corregir y solo el que es humilde puede dejarse corregir.
Las palabras de Algo del evangelio de hoy, en la montaña, en el famoso sermón de la montaña, se vuelven, por un lado, palabras de alegría, de invitación a una felicidad verdadera; esa felicidad que viene de lo alto, no la que nos promete este mundo, sino la que él nos regala. Jesús al expresar las bienaventuranzas nos hace una descripción de su rostro y, describiéndonos su rostro, nos describe su corazón. Nos abre el corazón, como si nos dijera: «Miren. Este es mi corazón, así soy yo, aquí estoy yo».
Las bienaventuranzas no son nuevos mandamientos, son promesas de Dios Padre. No son para cumplirlas, sino para vivirlas, encarnarlas. Porque Dios nos promete una felicidad siguiendo el camino que él nos señala, siguiéndolo a él, viviendo como él. No imaginemos que son más mandamientos, más peso, cosas imposibles de hacer, sino que son un don que se nos da desde el corazón desbordante de amor de Jesús, que nos invita a vivir esto; dándonos, al mismo tiempo, la fuerza para hacerlo. Por eso somos felices cuando creemos en las promesas de nuestro buen hermano Jesús. Eso ya nos pone en el camino de una felicidad distinta.
Vamos a ser más felices si le creemos más a él que a las promesas que nos hacen de todos lados haciéndonos «creer» que por tener mucho y ser reconocidos seremos felices.
Seremos felices, bienaventurados, si creemos más en Jesús que en nuestros deseos humanos de felicidad –aunque sean legítimos–. Seremos felices si confiamos en que todo esto es verdad. ¿Qué es verdad? Que la pobreza espiritual nos hace vivir ya en la tierra algo de la felicidad que tendremos algún día en el cielo y que no tendrá fin. Porque vive el Reino de Dios aquel que se siente y vive como hijo, como el hijo. «No pretendiendo grandezas que superan su capacidad, sino el que acalla y modera sus deseos como un niño en brazos de su madre» como dice el Salmo. El pobre de espíritu es el que acalla y modera sus deseos, a veces muy pretenciosos; el que no pretende abarcarlo todo; el que vive el día a día como si fuera un regalo, porque lo es, y por eso cuida la vida, su propia vida y la vida de los demás amando; el que no está angustiado por el futuro, por cómo va a hacer para resolver esto o lo otro, porque está tranquilo en Dios. Por eso, hoy seremos más felices si no nos angustiamos de más, por lo que viene mañana, sino que entregamos todo a nuestro Padre sabiendo que vendrá algo mejor.
Hoy vamos a tener un poquito más de felicidad si creemos que, aunque tengamos un poco de hambre de amor, de afecto, de cosas que realmente necesitamos, confiamos en que vamos a ser saciados y que solo nuestro Padre nos saciará.
Hoy vamos a ser un poco más felices si, aunque estemos llorando por alguna situación, por alguna angustia, por una muerte, por una ausencia, por una falta de trabajo, por falta de salud, por peleas en nuestras familias, por frustraciones diarias; seremos felices si confiamos en que el consuelo verdadero nos vendrá de él, si nos acercamos a él, si nos arrodillamos ante él, si le dedicamos más tiempo a nuestro buen Dios, si nos entregamos a los demás haciendo algo por ellos.
Dios, que escribe derecho, en «líneas torcidas», entró también por caminos torcidos, por los caminos de la humanidad, no por otros. Cuesta creer a veces que nuestro buen Jesús se haya hecho hombre realmente y que no esquivó nada de lo que eso significa.
La Virgen Santísima en este día, en el día de su natividad, su cumpleaños digamos, es el último eslabón en el que Jesús quiso unirse para purificar al género humano, y por eso tenía que ser pura, totalmente pura. Hoy recordamos el día que nació. Ella ya está en la eternidad, ya no vive en el tiempo. Recordamos que nació para ser la «puerta purísima» –como dice esa linda jaculatoria– que nos trajo al Salvador y viene a meterse en nuestra historia, no para ocultar nuestros pecados pasados, para meterlos debajo de la alfombra, para esconder las impurezas, esas cosas que queremos que nadie sepa de nuestra historia, sino todo lo contrario, para redimir esa impureza sin ocultarla, para sanar el pecado sin negarlo.
Aprovechemos este día para dejar que nuestro Maestro se meta en nuestra vida de algún modo y purifique lo que tenga que purificar, lo que tenga que sanar. Todos lo necesitamos. Que María hoy sea esa puerta de pureza que se abra para que Jesús llegue a nuestra vida una vez más, una y mil veces más, porque te necesitamos, Señor de la historia. Que tengamos un buen día y que la bendición de Dios, que es Padre misericordioso, Hijo y Espíritu Santo, por intercesión de la Virgen María, descienda sobre todos nosotros y permanezca para siempre.
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P. Rodrigo Aguilar
Comentario a Mateo 1, 1-16. 18-23:
Ya sé, no me digas nada, me imagino tu cara o lo que estarás pensando con semejante Evangelio que para nosotros es un poco extraño, un poco largo con tantos nombres. ¿Para qué tantos nombres? ¿Qué sentido tiene escuchar este Evangelio en nuestro tiempo, en el cual la verdad no entendemos mucho y, además, hasta se hace un poco pesado y cansador? ¿Por qué la Iglesia quiere leer este Evangelio en este día, día en el que celebramos la Natividad, el nacimiento de nuestra Madre del Cielo, de la Madre de Jesús? En esta fiesta de hoy existe también la opción de leer un Evangelio un poco más corto, en realidad, la última parte de lo que acabo de leer, cuando dice: «Este fue el origen de Jesucristo». Sin embargo, elegí leer el más completo porque pienso que, aunque al principio no entendamos tanto, «algo», como decimos siempre, algo siempre nos va a dejar, por supuesto si lo explicamos un poco.
Me prometí–me acuerdo– al inicio de este camino de predicación a través de estos audios nunca dejar de leer el Evangelio, incluso me acuerdo que pensé en este Evangelio, y no solo no dejar de leerlo porque me parece que la Palabra de Dios tiene que brillar siempre y cada uno tiene que tomar su Biblia y hacer su camino; me acuerdo que también me dije que aunque sea el más difícil de explicar, el más aburrido incluso, que no dice nada para estos tiempos, también lo voy a leer, porque siempre la Palabra de Dios nos puede decir algo y además al mismo predicador, esforzarse por entender y explicarlo, también le ayuda. La Palabra de Dios no está escrita en vano, por alguna razón Dios, en su Espíritu y por medio de los escritores sagrados, quiso que quede este texto para siempre. Confío más en su Palabra siempre que en mi comentario. Algo nos tiene que decir, Algo del Evangelio siempre nos deja algo, valga la redundancia. No nos podemos rendir tan rápido, y aunque me quede menos tiempo para comentar, haré lo posible para ayudarte a meditar. A veces –freno un poco–, a veces ponemos tanto énfasis en ciertas cosas que nos gustan, investigamos, ahondamos, pero con la Palabra de Dios no hacemos siempre lo mismo. Imagínate que ante cada texto hagamos un esfuerzo grande por comprenderlo, ¡cuánto bien nos haría!
Bueno, entre tantas cosas que se pueden analizar de este texto, quiero dejarte simplemente dos detalles de esta llamada Genealogía de Jesús que acabamos de escuchar, que nos ayudarán a pensar, de algún modo, cómo piensa Dios, que es muy diferente a nosotros, por supuesto; cómo pensó esta historia de salvación tan maravillosa que llega hasta nuestros días, hasta nuestro corazón. En esta larga lista de nombres aparecen, por un lado, dos varones provenientes uno –fíjate– de un incesto y otro de un adulterio, y, por otro lado, cuatro mujeres –algo extraño para esa época (hoy estamos acostumbrados, pero no se las nombraba)– con historias incluso no muy agradables, no muy felices, no muy santas. También extranjeras, tres de ellas (que para los hebreos era una gran infidelidad el matrimonio con extranjeros, porque se rompía ese mandato de Dios de que no se crucen o entremezclan con los paganos). Y lo que es peor, además, tres de ellas consideradas pecadoras (Tamar, Rajab y Betsabé) y solo Ruth se distingue de algún modo por su pureza. Bueno, ¿qué quiere decir todo esto? No te aburras. Quiere decir que Jesús entró en la raza humana, en nuestra historia, tal y como es la raza humana, con todo lo bueno y lo malo; no con unos buenos y otros malos, con todo lo bueno y lo malo que hay en la humanidad y en nuestro corazón.
En la historia de la salvación no se ocultan los pecados –fíjeninos ese detalle–, no se ocultan los pecadores, se perdonan, se perdonan. Jesús puso una puerta de pureza total en el penúltimo escalón, digamos así, su madre inmaculada. Él quiso pasar finalmente después de tanta historia de pecado y santidad, pasar por una puerta totalmente santa y pura, pero aceptó al mismo tiempo, en todo el resto de sus antepasados, la realidad humana total que él venía a salvar.